Cumple ardientemente tu papel y entrégate de lleno a la labor en tu propio campo, sin dejarte llevar del ensueño. Tú eres así y no de otra manera. Acepta la vida, pero jamás dudes de tu eficacia en ella. Aleja toda duda inútil, toda idea de imposibilidad que te hayan inculcado. Perfecciónate en aquello que puedes hacer bien y perfecciona el cachito de mundo que te toca trabajar. Vuélcate en tu amor en ese metro cuadrado que ocupa tu existencia. No lo abandones.


jueves, 29 de octubre de 2009

REFLEJOS DE AQUELLA LUZ

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"Las callejas están repletas de público que, quizá por la costumbre de caminar entre multitudes, no choca entre sí ni siquiera se roza como si tuvieran todos un extraño sentido que les hiciera zigzaguear contoneándose y evitar al que avanza en dirección contraria sin cambiar el rumbo. Pero yo no tenía este sentido ni caminaba al mismo ritmo que ellos, por esto me detenía y me arrimaba a la pared cada vez que quería mirar una tienda. . De pronto noté la presión de una mano sobre la cadera y me volví airada contra un muchacho que me miraba con guasa y que a su vez se volvía hacia sus amigos riendo la gracia, o tal vez la apuesta. Seguí mi camino y me asomé a una tienda apenas mayor que un armario, con sacos de especias o de pétalos de flores para perfume. Olía el ambiente a cardamomo, clavo de olor y pimienta, y a los aromas de la antigüedad, salvia, canela, láudano, mirra, nardo, azafrán y resina, mientras seguían los árabes su infatigable deambular por los zocos, los hombres en busca de su pequeño negocio, de la compra diaria, del amigo con el que tomarse un té; las mujeres mirando embelesadas las joyas y las telas de los mostradores y escaparates, llevando bultos de un lugar a otro, caminando y riendo en grupos empujadas por la oleada humana. . Callejas iluminadas de apenas dos metros de anchura donde es posible encontrar de todo excepto una chilaba blanca de hilo como la que compré hace años en Argelia, porque aquí todas tienen adornos, dorados y colorines. Me acerqué a un limpiabotas para que me limpiara los zapatos y para mi sorpresa fue él quien se sentó mientras yo tuve que permanecer en pie. Me miraban los hombres y las mujeres murmurando a su vecino palabras que yo no entendía. Apenas había espacio en este tramo y me envolvían no sólo sus miradas sino también los racimos de esponjas que colgaban del techo, las pilas de colchones, de vasijas, de cubos y cachivaches, todo de plástico ya, todo en colores chillones y en cantidades industriales. . Los árabes miran. Caminar por la calle es pasar entre una fila de miradas como el día de la boda pasan la novia y el capitán bajo el túnel de sables. El árabe mira siempre. No mira con curiosidad, desprecio, admiración, lascivia, pasmo o sorna. No, sólo mira. Jamás vuelve la cabeza para mirar o seguir mirando, ni hace gesto alguno si no alcanza a ver. Mira lo que tiene delante. Se entera de lo que ocurre, de lo que pasa ante sus ojos, sin más. . Acostumbrada al norte de Europa, donde no mirar se ha convertido en una virtud pública, o al sur, donde mirar es desde hace siglos una audacia, una impertinencia, cuando no un conato de violación o un ultraje, las miradas de los árabes dan confianza. Pasados los primeros días de turbación o desconcierto me sentía una más entre los que caminaban por la ciudad y miraba yo también, miraba a ese señor que avanzaba pasando las cuentas de su rosario, a las mujeres que arrastraban las cenefas de oro de la orla de su túnica, a los obreros y campesinos con sus ‘kufies’ a cuadros, o a las ancianas velado el rostro bajo esa máscara que las alejaba del mundo pero no las separaba de él. . Según mi guía, una mujer sola nunca debe mirar de frente a un hombre porque éste lo tomará como aceptación de una insinuación. Pero no es así. Lo que quizá quería decir la guía, es que una mujer no debe sostener la mirada de un árabe, quizá porque para un centroeuropeo es tan insólito mirar a los demás que aún no han logrado distinguir entre mirar y sostener la mirada. . El olor dulzón de la fruta se mezclaba más allá con el de la fragua de las herrerías. Venían después las carnicerías donde cuelgan del techo como trofeos las cabezas de los corderos y las carcasas, y más allá los barriles de aceitunas, pepinillos y berenjenas, y toda clase de quesos frescos de formas distintas, en hilachas, en pirámides, nadando en aceite en barreños siempre de plástico. . Me acerqué a comprar jabón de laurel a un hombrecillo anciano..."
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Viaje a la luz del Cham
Rosa Regás
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